Este
es quién cargó sobre sí los dolores de todos. He aquí el que fue muerto en
Abel, atado en Isaac, exiliado en Jacob, vendido en José. He aquí el que fue
expuesto a las aguas en Moisés e inmolado en el cordero. Este es el que se
encarnó en el seno de la Virgen, el que fue clavado en la cruz y sepultado en
la tierra, el que resucitó de entre los muertos y subió a lo alto de los
cielos. El es el cordero que no abre su boca, el cordero inmolado, el cordero
que nació de María, cordera sin mancha. El resucitó de entre los muertos y
resucita al hombre de la profundidad del sepulcro.
Melitón
de Sardes
La primera (Lc 23,
34):
Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen.
El Señor Jesús perdona desde el dolor indecible de sentir desgarrado su
cuerpo por los clavos de la cruz, desde la conmoción que le ha causado la
deserción, la traición de sus amigos que le han dejado en una soledad
espantosa, él perdona desde la infamia de ser considerado un deshecho, perdona
a quienes con saña y morbo, ventaja y cobardía lo están matando.
En circunstancias históricas corrientes, aún desde la comodidad del
reclinatorio, del sillón o del teclado del computador a todos nos resulta no
poco difícil concebir el perdón. No digamos lo que significa estar llamados a
perdonar desde la cola para obtener alimentos o medicamentos mientras somos
extorsionados con precios inalcanzables, desde la carencia de servicios
públicos eficientes y suficientes, desde la impotencia de llevar a nuestros
enfermos a hospitales sin cama ni insumos, o desde las farmacias sin
medicamentos, los supermercados sin comida y los bancos sin dinero; o desde el
sufrimiento de la cruz de ver partir a nuestros hijos para convertirse en
exiliados, desde el dolor de sentir la familia dividida, desde el temor a
perder la libertad por la supresión gradual y sostenida de nuestros derechos.
Desde la realidad histórica de tanta injusticia y calamidad!!!!
Seremos nosotros capaces de invocar el perdón de Dios sobre aquellos que
son culpables de robarnos la vida y la alegría? Podremos, como Cristo, desde
nuestros sufrimientos y agonías, perdonar al verdugo que los ocasiona y desde
nuestra propia cruz exclamar con el Señor: Padre, perdónales, porque no saben
lo que hacen?
La
segunda (Lc.23, 43):
El Señor Jesús dirige esta palabra a uno de los ladrones
crucificados junto a él. Hace esta promesa precisamente a uno que
“encontrándose en el mismo suplicio” no sólo ha hecho un acto especial de
contrición, sino que se conmueve por las injurias que le gritan a Jesús, le
defiende y se compadece de él. La contrición y arrepentimiento sincero le
alcanzan al ladrón esta promesa de la boca de aquel que con su muerte en la
cruz está abriendo el Paraíso que por el pecado de Adán había sido cerrado y su
gesto misericordioso y compasivo al reconocer la inocencia de Jesús y
lamentarse de la infamia que sufre, hacen que el Señor se mueva a gratitud y le
anuncie el premio a su conversión y a su bondad.
Lo que más destaca en la actitud del ladrón es descubrir
el misterio de Cristo como su salvador en el momento en el que Jesús aparece
humanamente fracasado, derrotado y vencido; reconocer la verdad de Jesús en la
humillación, en el dolor y en la amargura de la cruz, no se deja llevar ni
convencer por la opinión de los judíos y los soldados, que se burlaban de
Cristo. Mientras los poderosos le dicen a Cristo que “se baje de la Cruz”,
porque no pueden creer que un hombre crucificado, humillado, vencido y agonizante
pueda ser el Mesías, el ladrón, en cambio, iluminado por la fe y habiendo
recibido la gracia de la contrición perfecta, reconoce en Cristo crucificado a
su rey y salvador.
Debido a la fortaleza de su fe, y a pesar de estar él
mismo crucificado, el ladrón no le pide a Cristo que “baje de la Cruz”, sino
que le dice: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Él sabe que Cristo ha
de morir, pero sabe también, por la fe, que la muerte no será el final de aquel
que padece a su lado.
La fe del ladrón pareciera, de algún modo misterioso,
intuir que la cruz conduce a la vida y que luego de ella viene algo
infinitamente superior. Su mérito es el de quien no sólo acepta su propio
sufrimiento sino que lo ve iluminado por el sufrimiento de Cristo, paradoja de
quien en la ignominia más abominable reconoce la verdad.
Ojalá nosotros, como el ladrón arrepentido, no sólo
podamos convertirnos honestamente al Señor, sino que además seamos capaces de
reconocerle allende las apariencias y los honores humanos para descubrirle en
la pobreza y el sufrimiento de tantos hermanos nuestros crucificados en el
diario trajinar, con sus derechos pisoteados, llenos de temor ante las inmensas
necesidades que sufren y con sus derechos coartados o secuestrados.
Indudablemente la misericordia del Señor está mucho más
allá de nuestras miserias, pero es necesario que reconozcamos nuestras culpas y,
además, seamos compasivos con los hermanos que comparten nuestro camino y
nuestras luchas, no importa si en esas bregas diarias pensamos y sentimos
diferente.
Reconocer a Cristo en el misterio de la cruz, de la
humillación, de la pobreza, de la carencia de éxito en términos humanos es encontrarse
con él en los empobrecidos de la tierra, en los marginados, en los abusados y
utilizados por los sistemas y esquemas de opresión que los manipulan y engañan
con falsas promesas de desarrollo que en lugar de liberarles les esclavizan a
ideologías reduccionistas, ya sean de carácter político o de cualquier otra
índole.
La Tercera (Jn 19,
26-27):
"Mujer ahí
tienes a tu hijo,...hijo ahí tienes a tu madre"
Entre
la larga lista de títulos y dignidades que la teología le concede a la Virgen
María, me gusta regodearme en los dos títulos que el propio Jesús le da en la
Cruz: Mujer y Madre.
Esta Palabra del Señor, dirigida
desde el Misterio de la Cruz a su propia madre y al discípulo predilecto, puede
considerarse el acto de misericordia por el cual el Señor engendra una 'nueva
familia' con la misión de extender y hacer universal aquella revelación que,
hasta entonces, había sido una realidad local, limitada.
Esta
nueva familia, la Iglesia, nacida del costado de Cristo traspasado en la cruz
por la lanza del centurión romano, recibe al pie del madero el don inestimable
de tener como Madre a la propia Madre del Señor .
Es
la completez de la nueva economía de la salvación realizada en Cristo: El Hijo
del Padre engendrado en el seno de una mujer y en la realidad de una familia
humana, al transformarlo todo con su pasión, muerte y resurrección, también
rediseña el modo en que adelante se predicará la Buena Noticia a los pueblos:
Una
predica que, sin duda, debe marchar de la mano y bajo el amparo de su propia
madre. Jesús, misionero del Padre, ha hecho a María su Madre, misionera
singular del Evangelio, acompañando a la Iglesia desde su nacimiento mismo al
pie de la cruz.
Con razón ha dicho recientemente el
Papa Francisco que "ninguno de nosotros tiene derecho a sentirse
huérfano", porque todos hemos recibido a María como madre.
La
maternidad de María así entendida no es sólo una realidad simbólica sino que
está revestida de la fuerza y la dinámica eclesial que la convierte en una
experiencia relacional intima que puede ser vivida por cada cristiano que se
acoge a ella, como lo reza el canto popular: "el regalo más hermoso que a
los hijos da el Señor es su Madre y el Milagro de su amor"
Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
En 1.963, el padre Jesuita Ramón Cué
produjo su inolvidable obra “Mi Cristo Roto”, maravillosa alegoría que narra
los misterios de la pasión del Señor representados en la materialidad de un
crucifijo brutalmente mutilado. La obra, escrita y grabada en audio por el
autor, impresiona por sus vivos y coloridos recursos narrativos, especialmente al
referirse al rostro de Cristo en la cruz.
Dice el padre Cué que, en el extremo de la perfección de
su entrega, Cristo en la cruz se quedó sin rostro; y esto, no sólo por el
efecto de los brutales ataques físicos sufridos sino porque él “puso la cara” ante
el Padre por todos nosotros al punto de que la santa faz del Señor se confundió
entre la multitud de imágenes que eran superpuestas sobre la suya en un interminable
desfile de pecado, depravación, maldad y perversión; una dantesca y obscena
película como ningún ciclorama podría exhibir jamás.
El rostro de Cristo apareció ante el Padre desdibujado
por los rostros de toda la humanidad pecadora a través de todos los siglos. Los
ojos brillantes del genocida, y del lujurioso, del avaro y del canalla, y del
mentiroso y del truán, del abusador y del tirano, del asesino y del extorsionador;
del abortista y del proxeneta y del fornicario, y del traidor; el rostro
injurioso y la sonrisa macabra del blasfemo y del envidioso; todos los rostros
de todos los pecadores de toda la historia en un catálogo espeluznante que duró
desde el mediodía hasta la hora nona.
Tan degradante fue el espectáculo que se cumplió la
sentencia del canto cuarto del Siervo de Yahvé (Is 53, 2ss) “ante quien se
vuelve el rostro”.
El pecado de la humanidad entera reflejado en el rostro
del Cordero inocente causó que quien lo viera “meneara la cabeza en señal de
desprecio”. También el Padre Dios, al mirar desde el cielo aquella infamia
infinita no reconoció al Hijo en aquel carnaval de máscaras abominables y volvió
su rostro, haciendo sentir a Cristo la soledad terrible de Dios que nosotros
nos merecemos por nuestros culpas: La soledad de soledades que el pecado ha traído
a la humanidad, la soledad de Dios que significa la condenación a la oscuridad
más profunda. La soledad de Dios que es la aniquilación del ser, el no amor,
pero de la que Cristo nos ha librado al asumirla para sí, encarnando en su
dolor el salmo que recita desde el madero de la cruz: Elí, Elí lamac Sabactani.
La quinta
(Jn 19, 28):
Tengo
Sed.
Son solo dos palabras que expresan una de
las necesidades más básicas y vitales del ser humano. La sed como manifestación
física de deshidratación puede llegar a ser desesperante, especialmente si se
sufre acompañada de la conmoción que ocasiona el maltrato físico y psicológico.
La necesidad de ingerir líquidos que apacigüen en la garganta el fuego de la
sequedad que atormenta es el grito angustiado del cuerpo que se siente seco,
desierto y necesita ser regado.
Luego de su captura en el huerto de Los Olivos y el
humillante periplo al que fue sometido, el Señor debía sentir una sed terrible,
su cuerpo lacerado al borde de la muerte, con una profusa pérdida de sangre y
un cansancio singular gritaba por ser restaurado, por recibir los elementos que
sostienen la vida natural y orgánica. Sin embargo, recibe sólo injurias,
insultos y latigazos, es coronado de espinas y cargado con la pesada cruz que
le debilita aún más.
En medio de la tragedia y del dolor, el desprecio de
aquellos por los que daba la vida para llevarles a las aguas tranquilas de la
salvación, las aguas refrescantes del Reino que lavan todas las culpas, sanan
todas las heridas y sacian toda sed, el Señor debió sentir un ansia tremenda de
amor, de ser correspondido en la entrega que nos hacía, de ser abrazado en la
misma pasión amorosa con la que él se caminaba a la muerte a la muerte para
darnos la vida.
En la abominación de la pasión, Jesús debió sentir una
infinita sed de amor, amor de nosotros, que le sometimos entonces y le
sometemos ahora a la sequedad de nuestras indiferencias, de nuestra falta de
entrega y compromiso, nuestras faltas de caridad, nuestros desprecios por
aquellos que más sufren y más padecen, los que no tienen acceso al agua
potable, a las medicinas o a los alimentos, y, peor aún, aquellos que no tienen
acceso al Evangelio porque no se les predica.
Desde la cruz de los empobrecidos y despreciados, el
Señor nos sigue gritando hoy la sed que tiene de nuestra fraternidad, de
nuestro servicio y entrega a los desposeídos y vulnerables, a los que esperan
el anuncio de la salvación. La sed de Cristo no es sólo la necesidad orgánica y
fisiológica de su cuerpo extenuado sino que es también la exigencia de corresponder
a aquel amor con el que él nos ama, descubriendo que él está en el otro, en el
que espera ser aceptado y amado en la dimensión de la cruz.
El Señor tiene sed de una nueva evangelización,
comprometida y eficiente que llegue a todas partes, que vaya por todas las
naciones y pueblos, que acuda en rescate de un mundo que está entrando en
apostasía porque se rinde ante cualquier viento de doctrina y corre detrás de
cualquier fábula. La sed de Cristo hoy siendo patente en las necesidades
terribles que a nivel material sufren muchos hermanos nuestros, es mucho más acuciante
en cuanto a que es una sed de Evangelio en el mundo, de evangelizadores que
lleven su Palabra y hagan presente el misterio salvífico a tantos que mueren de
soledad, de tristeza y de mengua porque no conocen el amor de Cristo. El Señor
tiene sed de nosotros.
La Sexta (Jn 20, 30):
Hasta la última tilde y la última
coma de la Ley y de los Profetas, todas las prefiguraciones intuidas en la
Antigua Alianza y concedidas en Abraham y en Isaac, en Israel; el liberador
anunciado en la gesta mosaica y significado en las batallas de Josué, la
descendencia eterna prometida a David e, incluso, el proto-Evangelio anunciado
a nuestros primeros padres en el jardín del Edén se han cumplido:
El Hijo de una mujer ha pisado la cabeza de la serpiente_ y ha reabierto el cielo "con su sangre derramada por amor" en el madero de la cruz, "árbol de vida eterna y misterio del universo, en cuyos brazos abiertos brilla el amor de Dios"
El Hijo de una mujer ha pisado la cabeza de la serpiente_ y ha reabierto el cielo "con su sangre derramada por amor" en el madero de la cruz, "árbol de vida eterna y misterio del universo, en cuyos brazos abiertos brilla el amor de Dios"
Aquel que fue engendrado por el
Espíritu Santo en el seno virginal de María de Nazaret y que se hizo hombre
"igual a nosotros en todo, menos en el pecado" ha cumplido la misión
encomendada por el Padre: _Ha reconciliado a la humanidad con su Dios_.
¡Oh Feliz culpa! que mereció tan
grande redentor! cantará el Pregon Pascual para celebrar tan "incomparable
ternura y caridad".
Dios todopoderoso "para rescatar al esclavo ha sacrificado al Hijo", "oh admirable condescendencia de su amor".
Dios todopoderoso "para rescatar al esclavo ha sacrificado al Hijo", "oh admirable condescendencia de su amor".
Los padres conciliares nos
recordarán en la Constitución Dogmática Dei Verbum que ya no tenemos que
esperar otra revelación superior a esta, ni otra liberación diferente de la que
se ha cumplido en Cristo, porque en Cristo _todo se ha cumplido_.
El cordero ha redimido al rebaño, el
inocente ha reconciliado a los pecadores con el Padre.
La séptima (Lc 23, 46):
Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu
"El Señor
Jesús, consciente de que Dios Padre había puesto todas las cosas en sus manos y
de que había salido de Dios y a él volvía, habiendo amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el extremo..."
(Jn 13, 3)
(Jn 13, 3)
El Evangelio de
San Juan nos ubica de manera inequívoca y contundente en la dimensión de la
conciencia de Jesús: Él sabe que ha venido del Padre de quien es el "Verbo
que existía desde siempre, luz sobre toda luz" (Jn 1, 1), por quien fueron
creadas todas las cosas, y en quien toda la creación aguarda ser restaurada
(Hch 3, 21) y, una vez cumplida la voluntad del que le ha enviado, con toda
confianza y seguro de su destino, Jesús se abandona en sus manos en el instante
preciso del combate final, porque sabe que la vida triunfará sobre la ignominia
del sepulcro y el Padre no le abandonará en los brazos de la muerte. Jesús se
confía en las manos de Aquel que lo resucitará de entre los muertos, porque no
hay lugar para las dudas, la fe se ha consumado en la esperanza y el amor se ha
impuesto sobre la miseria.
Ojalá también
nosotros, liberados por Cristo y siguiéndole a él, podamos reconocernos como
venidos de Dios y a él volvamos, como lo manifiesta San Agustín "nos
hiciste, Señor para ti y nuestra alma esta intranquila hasta tanto repose en
ti"; que seamos capaces de abandonarnos en la misericordia del Padre para
ser llevados a la vida en la eternidad, con el conocimiento pleno de que
"todos los males de esta vida presente son nada comparados con la gloria
que se ha de manifestar en nosotros en Cristo"
(Rm 8, 18) A él sea la gloria y el honor y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
(Rm 8, 18) A él sea la gloria y el honor y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Padre Alberto Gutiérrez, Parroquia Purísima Madre de Dios y San
Benito de Palermo, en El Bajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario