Crecí en una sociedad rural, en un pueblo en el que toda transacción se cerraba con una promesa, la promesa de cumplir la palabra. Este pueblo, hoy enfermo de muchos males, pero igual de entrañable para mí, es la Cañada de Urdaneta, donde la tarjeta de presentación de hombres y mujeres era oral. Eso bastaba.
El compromiso de la palabra dada empeñaba el honor mismo de la persona y se cumplía sin importar la magnitud ni las consecuencias. No hacía falta cheques, ni contratos ni letras de cambio, ni testigos, sólo la promesa de cumplir lo pautado. Con un apretón de manos y la frase "delo usted por hecho" o "le doy mi palabra" se cerraba aun el más cuantioso negocio; y se cumplía.
"La palabra de un cañadero es un documento" se decía, y aún se dice, en algunos ámbitos, para generar la más completa confianza en que el contrato sería cumplido.
Eso, amigos, es la clase y la estirpe de los hombres y las mujeres trabajadores y honestos de mi pueblo, es la distinción de damas educadas al calor del hogar y de hombres forjados en el trabajo del campo y del lago, Así es mi pueblo La Cañada de Urdaneta, "Tierra grande y generosa, de hombres y mujeres hechos para el trabajo, tierra de amigos para hacer amigos".

"La palabra de un cañadero es un documento" se decía, y aún se dice, en algunos ámbitos, para generar la más completa confianza en que el contrato sería cumplido.
Eso, amigos, es la clase y la estirpe de los hombres y las mujeres trabajadores y honestos de mi pueblo, es la distinción de damas educadas al calor del hogar y de hombres forjados en el trabajo del campo y del lago, Así es mi pueblo La Cañada de Urdaneta, "Tierra grande y generosa, de hombres y mujeres hechos para el trabajo, tierra de amigos para hacer amigos".
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