Ninguno está libre de tentación. Ni
Jesucristo lo estuvo. La gran diferencia es que Jesucristo deja actuar al
Espíritu Santo y rechaza de plano las propuestas del demonio, contrario a lo
que hicieron Adán y Eva que entraron en diálogo con el mal. Con razón dice el
Papa Francisco que con el diablo no se dialoga, porque siempre busca engañarnos
para hacernos pecar.
Nuestro diálogo tiene que ser con
Dios, a pesar de nuestras culpas, asumiéndolas con valentía y dignidad, porque
a pesar de nuestras miserias, él mismo nos busca para restaurarnos y liberarnos
del pecado. Por ello, inmediatamente después del pecado original, Dios sale al
encuentro de Adán: ¿Adán, dónde estás?,
¿Qué es lo que has hecho?, grita Dios
buscándole en el Jardín y Adán le responde: Aquí estoy, Señor, me escondo de ti
porque estoy desnudo. Es como si le dijera he perdido tu gracia, he perdido la
inocencia y se me ha llenado el corazón de soberbia y de la idolatría del
egoísmo. Estoy desnudo de ti, Señor, y siento mucha vergüenza, porque estar
desnudo de ti es la peor miseria. Tengo miedo.
A pesar de la maldad de su pecado, Dios
entra en diálogo con el hombre, no le desecha sino que le busca, pero la
respuesta de Adán ante las preguntas de Dios es egoísta y culpa a Eva por sus
acciones y ella, ni corta ni perezosa, a su vez culpa a la serpiente.
Estamos ante el nacimiento del arte
de la excusa y del guabineo, no asumir responsabilidades sino escudarnos en
otro, culpar a otros por nuestras culpas y responsabilidades. No dejamos actuar
en nuestras vidas al Espíritu Santo sino que le contristamos y pecamos en su
contra llamando al bien mal y al mal bien, como lo refiere el Señor en el Evangelio
de este domingo X del Tiempo Ordinario.
Pecar contra el Espíritu Santo
impide la conversión, porque es el pecado de no escucharle y de apagar su
acción en nuestras vidas. El pecado contra el Espíritu Santo no puede ser perdonado
porque precisamente es el pecado que impide el arrepentimiento y la conversión.
Es el mismo guabineo de escudarnos en una falsa moral llamando bien a nuestro
mal por la soberbia de no asumir nuestras debilidades, nuestras culpas,
nuestros errores, nuestras fallas sino que culpamos a alguien más, siempre a
alguien más, sin aceptar nuestra pobreza y la responsabilidad en nuestras malas
acciones.
El Señor Jesucristo hoy viene a
iluminarnos e indicarnos cuál debe ser nuestra actitud frente a la tentación y
frente al pecado. Primero, rechazar las insidias del maligno sin entrar en
diálogo con él y, segundo, entrar en la dimensión de la misericordia de Dios
que nos ama y nos perdona, aceptando honestamente nuestras culpas y
arrepintiéndonos de corazón y aceptando su misericordia.
Precisamente, al final del Evangelio
de este domingo, el Señor nos ilustra con un buen ejemplo sobre cómo vivir a la
luz del Espíritu Santo: Estos son mi madre y mis hermanos, dice el Señor, los que
escuchan mis palabras y las ponen en práctica, el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y
mi madre; como sabemos que lo había hecho María el día de la anunciación: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra. De modo que en la expresión del Señor hacia su madre y
sus hermanos encontramos la afirmación de ponerles como ejemplo a seguir.
Ellos, su madre y sus hermanos practican la voluntad del Padre y viven según el
Espíritu Santo.
Quien vive
en el Espíritu se viste de Dios y de su gracia y ya no experimenta la terrible sensación de desnudez que sintió Adán y que le cubrió de temor y de
vergüenza.
Padre Alberto Gutiérrez,
Parroquia Purísima Madre de Dios y San Benito de Palermo.
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